Recuerdo que hace tiempo la cibernética entró en mi cabeza, de
la mano de William Gibson y su “Neuromante”. Tanto, que una prótesis dental y
un par de clavos de titanio de 40cm en mi pierna izquierda, se me antojaban
implantes dignos de un samurái callejero salido de una clínica clandestina de
Chiba. No fue el descubrimiento de algo nuevo, fue como si surgiera de mi interior
algo que ya estaba adentro mío.
Corrían los años 90. En ese entonces mis dibujos tenían mucho
que ver con miembros y órganos visiblemente robóticos, cables y tubos que
suministraban datos y drogas psicodélicas directamente al cerebro de mis
personajes. Todo muy barroco, muy recargado y muy Punk.
Un viaje a Berlín Este, siete años después de la caída del
muro, lo cambió todo… Andrea era su nombre y la metrópoli apocaliptica y
postcomunista, reciclada en laboratorio sociocultural, era su medio ambiente. Donde
yo veía edificios de cuadrado y monótono estilo soviético ella me hacía notar
las flores en las ventanas, los grafitis como explosiones de color enfrentados
a los agujeros de metralla y de las balas disparadas durante la segunda guerra
mundial. Donde yo sentía el peso de la tragedia histórica ella me hizo sentir
el renacimiento de la Vida, de la esperanza. El futuro era ahora.
De repente me vi dibujando ventanas con flores, edificios
llenos de Vida, calles cruzadas por ríos de agua cristalina, ciudades como
ecosistemas en ebullición. Mi mente se abrió, estaba sensibilizado al máximo, ahora
era capaz de dibujar cualquier cosa. El ciberpunk sigue estando ahí, pero ya no
es una explosión, un chorro de expresión descontrolada, sino más bien una corriente
subliminal que lo une todo y lo conecta bajo la superficie.
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